Trece de septiembre de 2014. Damián Sosa se mira en el espejo del baño del hotel. Acaba de perder por puntos contra Wilberth López en el MGM Grand Garden Arena de Las Vegas, en la previa del segundo combate entre Floyd Mayweather y Marcos Maidana. Fue la octava pelea de su carrera profesional. No siente tristeza por la derrota. Es parte del oficio. Hace tiempo que entrena en el gimnasio de Robert García, en Estados Unidos. Tiene 24 años y junto a Fabián “TNT” Maidana representan el futuro de la escudería de Sebastián Contursi. Pero mientras el resto de la delegación se prepara para celebrar después de un largo campamento, Damián maldice; cree que lo engañaron. Hasta que el tiro llega al cerebro. Entonces, la piedra de cristal que aspiró, se transforma en la excusa que todavía lucha por desterrar. Tres años y cuatro meses más tarde, lo perdió todo. Pero aunque muchos lo piensen en tiempo pasado, El Peladito pide un round más.
Damián conoció el boxeo a los 16 años, cuando acompañó a un amigo al gimnasio del entrenador Cristian “Maravilla” Rodríguez y los invitaron a guantear. Un año más tarde subió al ring: «La primera exhibición la hice con un pibe con 8 peleas. En el segundo round, tuvieron que pararla porque se enojó. La segunda exhibición me fue todavía mejor.»
Fue criado en Villa Hidalgo, entre carreros, ladrones y transas. Para que no corriera la misma suerte de muchos de sus vecinos, la familia lo llevó a la casa de su abuela, fuera de la villa. Como boxeador amateur se mantuvo invicto hasta la pelea 26. A los 22 años, debutó profesionalmente con un nocaut. En su octavo combate, pisó suelo estadounidense. Una carrera meteórica. Pero después de la contienda de su vida, la que muchos boxeadores jamás consiguen, comenzó el derrumbe.
-Viviendo un mes en Las Vegas -dice-, mirando cómo bajaban en el ascensor los que iban a los casinos, sólo quería pegármela en la pera.
Pegársela en la pera, metáfora boxística de un joven nacido en el Conurbano Bonaerense. La familia Sosa es conocida en San Martín. Todos recuerdan el negocio legendario en la villa que acaba en el Camino del Buen Ayre. El pool primero fue del abuelo, luego del padre. Damián era pequeño y se acostumbró a ciertas cosas que lo persiguieron hasta debajo de la cama.
-Las mamás de mis amigos les decían que no se juntasen conmigo. “No vayas a lo de Damián”, les pedían. Sentía ganas de llorar. Miraba a los que estaban amanecidos en el pool y decía que a mí nunca me pasaría. Tuve el afán de triunfar en el boxeo. Pero cuando lo estaba logrando, me caí.
Medio millón de pesos en efectivo. De entrenarse con los mejores, a coquetear con el delito. El niño que callaba aspiró medio millón de pesos en efectivo.
-Me hice mierda solo. Es feo darte cuenta que sos un pibe que no se sabe manejar. Cuando entrenaba en Estados Unidos, pensaba: ¿merezco estar en este gimnasio, con estos monstruos?
Después de los primeros guanteos en el gimnasio de Robert García, los campeones mundiales o retadores a los cinturones más importantes del mundo, lo convocaron para entrenar.
Ahora vive en el gimnasio de Walter, su padre. La ansiedad es su enemigo. Se nota en el entrenamiento del martes a la hora de la siesta, sin cámaras ni flashes, cuando el morocho con el que guantea, le dice algo al oído y Damián pierde la línea. Entonces quiere pelear. Gritar. Arrancarle la cabeza. Comérselo a golpes. Su padre, desde el rincón, le dice que así no, que así es pérdida. Entonces la práctica se suspende. Al rato, rodeado por sus hermanos menores Martín y Diego, también boxeadores, Damián reconoce que su rival no es otro que aquel del baño del MGM Grand de Las Vegas. El mismo que se escondía para que su madre no lo viese en la puerta del transa.
-Me drogaba y me ponía triste, cada vez más solo. Quería escaparme de todo. Me sentía tan mal conmigo mismo que buscaba la sensación de poder del consumo. Me estaba convirtiendo en un recuerdo, en un fantasma.
Tener plata es un problema. Pero no tener, llama a la desgracia. Damián se siente avergonzado de algunas cosas que hizo. Entendió que no tiene que lastimarse ni lastimar a nadie para sentir culpa y angustia. El primer paso fue internarse en una granja de rehabilitación. Pero a las semanas se escapó.
-Mi familia pagaba para que esté aislado. En cana, con pileta y parque. Maltrataban a los pibes y me escapé con un compañero.
Aquella madrugada, el tren pasó por su barrio. Distinguió las gomas en los techos de chapa y sintió en el pecho la sensación de bajarse. Sufrió el round pero aguantó. Llamó a su padre y lo abrazó
-Hay una vocecita que me dice: “Dale, drogate”. Pero ahora espero que la otra me diga: “Va a ser para peor”. Porque sé que es para peor.
-¿El niño que escucha esas voces, si pudiera hablar, que diría?
-Dejame en paz.
-¿Cuál es tu sueño?
-Formar una familia. No lo pude hacer con la mamá de mi hija. Tampoco con la madre de mi hijo. No quiero fracasar de nuevo.
¿Cómo ves tu carrera?
-Voy a seguir entrenando. Estoy yendo al psicólogo. Trataré de pelear. Subir al ring y si estoy bien, las cosas van a venir solas. Porque los representantes saben lo que doy. Sé que voy a recuperar todo lo que perdí.
Damián, el niño que no puede decir, tiene la oportunidad de demostrar que la droga es una excusa. Que los miedos son profundos. Que la pelea es abajo del cuadrilátero. Que la vida es nadar en un plato lleno de mierda. Pero que aún hay tiempo de mirar al cielo y descubrir su propia estrella.
Fuente: tiempoar.com.ar