Advertencia. Lo que dice Mario Ortiz resulta tan inquietante como la clasificación de la enciclopedia china de la que habla Borges. Las taxonomías dan sosiego porque nos convencen de que no hay otra forma de pensar el mundo, de que hay un orden superior que nos impide considerarlo de otro modo. Ortiz lo viene desmintiendo hace tiempo en sus múltiples Cuadernos de Lengua y Literatura (Eterna Cadencia). El último publicado es el volumen X, El libro de las escalas múltiples. ¿Escribe poesía? ¿Hace narrativa? ¿Es un filósofo? Su lectura no es recomendable para el lector que busca certezas. Pero es una verdadera experiencia transformadora para aquellos que no le temen a la incertidumbre.
–Dicen que sos un escritor inclasificable. ¿Vos tenés alguna clasificación propia? (risas)
-Empecé escribiendo poesía en un sentido, digamos, convencional. En un determinado momento sentí que había una cantidad de cosas que quería decir, expresar, desarrollar, para las cuales el formato verso me quedaba un tanto estrecho. Entonces, a partir de determinadas lecturas, algunas compartidas con mi gran amigo Luis Sagasti y de lecturas de orden profesional que estuve haciendo cuando entré a la universidad en la cátedra de Literatura Contemporánea I y II de quien no dudo en decir que es uno de los grandes poetas de la Argentina, Sergio Raimondi, permitieron que me pusiese en contacto con otras referencias, con otros modelos textuales que me permitían airear, que me permitían explorar otros caminos. A pesar de que está esta cuestión de lo inclasificable, yo lo pienso desde la poesía quizá porque es la matriz primera, la poesía en un sentido muy amplio de establecer determinadas relaciones, un poco en el sentido de Baudelaire, de hechos percibidos de la realidad. A fines de los ’60 y principios de los ’70 Roland Barthes establece la categoría texto como algo que supera las fronteras genéricas. Creo que habría que preguntarse seriamente cuáles son las razones que impulsan a una demanda por clasificación.
–¿Lo que querés decir es que un texto es un texto y luego se le sobreponen determinadas clasificaciones?
–En buena medida, sí. También, a veces, en otra medida, son condicionamientos de los escritores que se piensan como poetas, que se piensan como narradores. Allí hay una especie de retroalimentación, hay un horizonte de demanda, de imposición. Se imponen determinados moldes que también son asumidos por los escritores. Pero si te ponés a ver, hoy en día, sin salir de los límites de la Argentina, hay muchas experiencias que están poniendo en crisis las fronteras no solo de los géneros literarios, sino también entre artes, entre lenguajes, entre lenguajes visuales, verbales, musicales. Es lo que hace en la Argentina, por ejemplo, Sebastián Bianchi. El otro día hice una reseña de Died, de Ezequiel Alemian, un libro que arma con los recortes necrológicos de la revista Time. Entonces uno puede ver quiénes son los muertos que cuentan para esa revista, quiénes son los que quedan afuera. Es un libro hecho en la Argentina pero que está en inglés. ¿Qué quiero decir con esto? Que por distintas vías, con distintos resultados y formatos, hay experiencias que desde hace rato están poniendo en crisis, de manera radical en algunos casos y menos radical en otros, la cuestión de las fronteras genéricas.
–¿Qué otros trabajos podrías mencionar en este sentido?
-Bellas Artes, de Luis Sagasti, también es considerado inclasificable y es un libro maravilloso que yo particularmente leo como poesía. Otros lo leerán como narración. La división de géneros es también una demanda de la industria editorial.
–Se necesita una clasificación para vender.
–Claro. Te pongo dos ejemplos. En la revista Ñ salió hace tiempo una reseña de mis Cuadernos de Lengua y Literatura. A través de la volanta fui ubicado en «Narrativa». Pero hay un caso mucho más cómico, que es el de un libro muy experimental de Sebastián Bianchi que se llama Manual Arandela. Tiene poemas visuales y otros textos pero toda la primera parte es una especie de ensayo largo y bien fundamentado sobre la poesía y la publicidad. ¿Sabés cómo fue rotulado en la portadilla del libro?
–¿Cómo?
–Como «Análisis del discurso» (risas). Alguna clasificación tenían que ponerle y le pusieron esa. Me pareció fabuloso.
–Hablemos de tu escritura. Si tuviera que emparentarte con algún escritor, te emparentaría con Macedonio Fernández. A lo mejor te suena a disparate.
–Ah, bueno, con eso me siento absolutamente honrado. Además, no me parece un disparate. Me interesa. ¿Por qué me emparentás con él.
–Porque también él escribía a contrapelo de las convenciones, de los rótulos y además tiene, como vos, un fuerte sesgo filosófico.
–Sí, sí. El caso de Macedonio es muy interesante porque el tipo se proponía o se presentaba como un metafísico y desde su propio dispositivo filosófico opera una puesta en crisis de las fronteras de la realidad, el arte, el sueño. Hay una compleja elaboración filosófica detrás de Macedonio, pero si uno se pone a ver el primer libro que publica, No toda es vigilia la de los ojos abiertos, comienza de un modo absolutamente delirante. Luego de eso viene un ensayo filosófico denso. No quiero cometer ninguna herejía, pero Macedonio es el gran maestro de Borges, es una especie de Borges salvaje, desbordado y delirante. También tiene esos textos breves, aforismos, pequeñas iluminaciones que fueron recogidos por su hijo en Cuadernos de todo y nada. Además tiene disparates cómicos en los que el humor viene a poner en crisis las fronteras del interior del pensamiento. Cuestiona que la filosofía tenga que ser solemne, fría, distante. No es que en mis escritos tenga un diálogo con Macedonio, pero como lo planteas no solo lo admito, sino que me honra.
–Acabás de mencionar Cuadernos de todo y nada. Tus libros salen bajo el título Cuadernos de lengua y literatura. El cuaderno es un instrumento de trabajo en el que uno tacha, borra, agrega, abandona y vuelve a él. Implica la noción de algo que no está congelado. A diferencia del libro, en el cuaderno hay algo que está en una continua construcción.
–Sí, sí, efectivamente. Hace muchísimos años, cuando comencé la carrera de Letras, había un chabón con el que nos reencontramos a través de Facebook. Se llama Alfredo Fritz y es un poeta de Viedma. Él me había dicho que tenía la idea de hacer un libro de poemas que se llamara Ejercicios. No sé si lo publicó. Cuando tuve que titular mis libros, por supuesto, no le quise chorear el título. Entonces busqué por el lado de «Cuadernos» y había un manual de secundario que era algo así como Manual de Lengua y Literatura. Un manual, enseña. En cambio, un cuaderno es algo donde alguien aprende, trabaja, corrige, borronea. El cuaderno da la idea de cosa abierta. En cambio, la idea de libro, al cual se le pone un título, es algo cerrado, de una relativa autonomía. A mí me gustaba la idea de algo abierto donde uno va experimentando, donde tomo lo que dije en otro lado y lo vuelvo a citar, lo amplío. Es decir, voy estableciendo continuidades, pequeñas microseries. Así se va desarrollando esa suerte de red textual. Si lo pensamos desde el punto de vista musical, fijate que El clave bien temperado de Bach son ejercicios. Pienso en EzraPound, que dedicó su vida a escribir unos cantos. Uno podría pensar que así como hay una crisis de las fronteras genéricas, también puede haberla en la frontera del libro. Acá, en Argentina, podría pensar en Roberto Juarroz y su poesía vertical.
–Tu escritura es absolutamente sensible, melancólica. Es como si rescataras de las cosas cotidianas lo que tienen de poético. Esta definición no te agota, pero yo te definiría como un filósofo sensible. Es como si fueras un chico que rompe algo solo para ver cómo está hecho,como si vieras y mostraras las cosas por primera vez.
–Eso tiene que ver con la experiencia que está entramada con la inocencia. Ese es precisamente el problema fundante de la poesía moderna, es William Blake con sus Cantos de inocencia y experiencia, metido en el corazón mismo del romanticismo y la modernidad. En poesía está la vuelta a la infancia como en William Wordsworth. Son los padres fundadores de la poesía moderna. Hablan de la mirada del niño que se deslumbra y se pregunta sobre lo nuevo. La sensibilidad de la que hablás tiene que ver con el juego, con el destripar las cosas para ver cómo funcionan. Inocencia y curiosidad son las dos cosas que llevan al pensamiento, a la mirada poética y son, al mismo tiempo, algo que vamos perdiendo anestesiados por el bombardeo mediático. En una época en que vivimos sobre-estimulados por un bombardeo fotónico de noticias, de redes sociales. Ya nada sorprende.
–En literatura, el sentimiento parece que carece de prestigio. En vos, en cambio, hay una mirada tierna hacia el entorno. No sé si cualquier escritor se le anima a la palabra «florecita», por ejemplo. En vos hay una sentimentalidad manifiesta.
–Quizá venga del palo de la poesía y no de la narrativa ni de la fantasía. Lo sentimental y lo nostálgico están presentes. Incluso lo nostálgico está muy trabajado en uno de los libros. Es como si tuviera ojos en la nuca. Como Fausto, uno quisiera detener el tiempo en ese momento hermoso. Es ahí cuando uno se vuelve melancólico. El tiempo devora las cosas. En un punto uno se vuelve sensible y en un punto –creo que esto nunca lo dije– se vuelve también decadente. Ahora, esa indagación en el pasado tiene un costado político: hagamos la historia a contrapelo, hagamos la indagación en el pasado de cuáles son las condiciones del presente, las condiciones sociales, económicas, políticas. Veamos los documentos de barbarie bajo los documentos de cultura. «
Escribir desde Bahía Blanca
–¿Creés que no vivir en Buenos Aires influye de alguna manera en tu escritura? Lo digo porque, paradójicamente, Buenos Aires es en cierto sentido muy provinciana. Los escritores se cuidan de no decir algo inapropiado que no cuadre con los dictámenes de la facultad de la calle Puán o con cierto canon.
–Eso también me parece interesante. Un libro muy criticado, La república mundial de las letras de Pascale Casanova, señala que muchas veces las renovaciones vienen de los sectores más marginales respecto del sistema literario. Yo no soy un revolucionario. Él señala, por ejemplo, el caso de Joyce y de Beckett. Por supuesto que no me comparo con ellos, que no les llego a los talones, sino que trato de contestar a tu pregunta, de encontrar una matriz teórica para lo que estás diciendo. A veces se desarrollan estrategias y estéticas alternativas que no son las que están en el centro. De todos modos, creo que el mapa que estás planteando es un mapa narrativo porque en la poesía el mapa es más excéntrico. El tuyo es un mapa de los ferrocarriles británicos (risas), una serie de vías que irradian desde el centro. El mapa de la poesía, en cambio, es rizomático, un mapa en red donde hay multitud de editoriales, de festivales y los poetas se van contactando entre sí.
Fuente: tiempoar.com.ar