Las bobinas de acero y las relaciones carnales de la DEA

La reciente captura en Bahía Blanca y Mendoza de una banda encabezada por narcos mexicanos, junto con el decomiso de casi dos toneladas de cocaína oculta en bobinas de acero y bolsas con piedras preciosas, propició una brisa fresca a las autoridades, muy atareadas en los últimos tiempos debido a la renuncia o el arresto de ciertos jefes policiales por escandalosos casos de corrupción.

Pero desde un ángulo más totalizador, esta historia constituye un caso testigo de la profusa actividad desarrollada en Argentina por los organismos norteamericanos de inteligencia y seguridad. Una circunstancia que también causa satisfacción –aunque en privado– a los funcionarios locales.

De modo que el 19 de junio a la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, se la vio exultante –secundada por el siempre circunspecto secretario Eugenio Burzaco y el titular de la Policía Federal, Néstor Roncaglia– al brindar detalles del asunto en un galpón del Parque Industrial de Bahía Blanca, donde además se exhibían ocho enormes cilindros metálicos con un total de 1984 ladrillos de droga con envoltorios multicolores. Por eso el operativo fue bautizado con el criterioso nombre de «Bobinas de Acero». Lo cierto es que en ese momento la funcionaria se mostró muy generosa con la prensa.

En resumen, informó que la pesquisa fue ordenada por el juez federal de Campana, Adrián González Charvay, y fue ejecutada por la Superintendencia de Drogas Peligrosas de la PFA bajo el monitoreo del propio Roncaglia. Dijo que el valor de la droga se estimaba entre 60 y 80 millones de dólares, siendo su destino final España y Canadá. Añadió que tras innumerables seguimientos y 50 intervenciones telefónicas se allanaron 30 domicilios en Buenos Aires, Bahía Blanca y la ciudad mendocina de Luján de Cuyo, donde fue incautada otra media tonelada de esa pócima. Y que resultaron detenidos 13 argentinos y cuatro mexicanos; a saber: Rodrigo Alexander Naged Ramírez (el presunto cabecilla), Gilberto Acevedo Villanueva, Max Rodríguez Córdova y Jesús Madrigal Vargas. Todos oriundos del estado de Michoacán, pero sin precisar a qué cártel pertenecían, como si reservara para sí ese secreto.

La señora Bullrich también se mostró evasiva con respecto al origen de la pesquisa. «Fue un dato que obtuvo personal de Drogas Peligrosas», deslizó en voz baja. Y finalmente dijo que la Drug Enforcement Agency (DEA) solo «ayudó en la identificación de los detenidos».

Apenas unas horas después trascendía que en la ciudad canadiense de Montreal era secuestrada una bobina de acero con 372 kilos de cocaína. Y eso señala claramente el papel de la DEA por medio de una «entrega vigilada» –tal como se le llama al acto de monitorear la ruta del cargamento hacia su destino final–, una operatoria que, en consecuencia, también abarcó su etapa en Bahía Blanca y Mendoza.

Por tal motivo en particular este caso no deja de ser un déjà vu de los grandes procedimientos antidroga del período menemista, como la «Operación Café Blanco» (1995), donde el triunfo sobre el flagelo narco se vio enturbiado por la presencia de un «agente encubierto provocador», es decir, alguien que instigó la triangulación del cargamento en el país para así articular una trampa. Cabe destacar que en aquella oportunidad –en la cual intervino el comisario bonaerense Mario Naldi con la colaboración del ahora famoso espía Antonio Stiuso– el agente en cuestión fue un tal Mario Álvarez, quien supo tener cierto renombre con anterioridad por haber sido el productor ejecutivo de la película Evita, quien quiera oír que oiga, de Eduardo Mignogna.

Claro que era la época de las «relaciones carnales» con Estados Unidos, algo que también incluía a la CIA, el FBI y la DEA.

La historia parece repetirse. De hecho, ya el 27 de febrero de 2016, la ministra Bullrich, acompañada por Burzaco y el director de Cooperación Internacional, Gastón Schulmeister, viajaron a Estados Unidos para reunirse con el entonces director de la DEA, Chuck Rosemberg. Al concluir el encuentro, este dijo: «Acabamos de sellar una asociación estratégica que no solo beneficiará a ambas naciones, sino al mundo entero».

Tales palabras no tardaron en plasmarse en el campo de la realidad. A partir de entonces Estados Unidos aumentó la planta permanente de agentes antinarcóticos en Argentina, reabrió sus oficinas en Salta –clausurada durante el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner– y estableció franquicias para la actuación –sin tener que pedir autorización a las autoridades argentinas– del personal encubierto llegado especialmente para misiones puntuales.

Y en marzo de aquel año, durante la visita de Barack Obama al país, se ampliaron tales acuerdos además de concretar otros relativos al terrorismo sin diferenciar seguridad de defensa. Dicho combo incluía asistencia en la Triple Frontera, misiones militares en el continente africano, la presencia en el país de fuerzas del Comando Sur junto con la articulaciones de centros de fusión para tareas de inteligencia. Lo que se dice, una «cooperación» irrestricta.

Ya con Donald Trump en la Casa Blanca, el gobierno macrista –siempre a través de Bullrich– ratificó sus acuerdos con la DEA a mediados de febrero, durante el encuentro del South American Work Group realizado en la ciudad de Buenos Aires con los jefes antidrogas de la región y los popes de la DEA.

El acatamiento de las fuerzas de seguridad argentinas a los dictados de ese organismo ahora es redondo como una bobina de acero. Los primeros resultados ya están a la vista.

Fuente: tiempoar.com.ar

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