Leonard Cohen era un místico tan aventajado que supo conquistar a los agnósticos de este mundo; un depresivo tan convencido que logró sublimar la melancolía con una extraña dosis de feliz resignación; vivió una vida tan agitada y contradictoria que finalmente se fue en paz, a los 82 años, después de haberse despedido formalmente con You want it darker, un disco bellísimo que deja en sus fans una sensación ambivalente: qué bueno que se haya ido así, en pleno uso de su talento, tras haber domado a medias sus demonios interiores. Pero el egoísmo de quienes lo admiraron y amaron hubiese apostado a que la despedida se alargara indefinidamente en sucesivos discos y giras. El poeta, cantante y compositor canadiense ya no está entre nosotros. Pero millones de escépticos siguen teniendo fe en Leonard Cohen.
Cuando le entregaron el Premio Príncipe de Asturias de las letras, en 2001, el cantautor recordó cómo había sido su primer contacto con la música, a los 15 años. Ya había conocido la poesía de Federico García Lorca. También había sufrido la prematura muerte de su padre. Después de comprar una guitarra en una casa de empeño, tomó tres clases con un inmigrante español. Los primeros acordes que aprendió eran flamencos. Cuando fue a la cuarta clase, descubrió que el profesor se había suicidado. “Nunca supe por qué se había quitado la vida. Pero aquellos seis acordes que me enseñó han constituido la base de todas mis canciones y de toda mi música”. Esos acordes y el sentimiento trágico de la vida, en efecto, lo acompañaron durante su carrera.
El autor de “Tower of song”, “Hallelujah”, “Everybody knows”, “Sisters of Mercy”, “So long, Marianne” y “I’m your man”, entre tantos otros himnos de varias generaciones, pudo haber sido un poeta maldito encerrado en su cripta intelectual. “James Joyce está vivo en Montreal y se hace llamar Leonard Cohen”, dijeron en 1963 cuando apareció The favourite game, su primera novela. Su poesía, en tanto, era celebrada en círculos pequeños y prestigiosos, donde se discutía sobre Yeats, Whitman y Henry Miller. Pero el éxito estaba en otro lado.
De espíritu dionisíaco y porte apolíneo, Cohen llevó sus contradicciones existenciales al campo de la música popular. En 1967, cuando se trasladó a Estados Unidos con su guitarra y unos esbozos de canciones dispersas, ya había pasado los 30 años. Reinaba la psicodelia y Bob Dylan venía de electrificar los nervios de sus fans más fundamentalistas. Cohen terció entre las tendencias dominantes con una suerte de “folk noir”, interpretado al principio con cierta timidez. Fue Judy Collins, de hecho, la cantante que le dio su primer éxito y un espaldarazo a su autoestima, a través de “Suzanne”.
El disco Songs of Leonard Cohen, uno de los mejores de la historia del folk rock, no dejó satisfecho a su autor, que no tenía todavía la espalda suficiente para imponer su criterio estético –el músico y poeta pretendía un sonido minimalista y una voz despojada de efectos e instrumentaciones– a los productores de turno. Quedó más conforme con Songs from a Room (1969) y Songs of Love and Hate (1970), ambos producidos por Bob Johnston en Nashville. Para entonces ya habían quedado definidos los ejes de su poética: complejas obsesiones literarias que encontraban cauce en melodías frágiles y sencillas. Su amor desesperado por las mujeres se traducía en versos lanzados como dardos envenenados que, no obstante, se sublimaban en una interpretación lánguida, de desesperanzada indolencia. El cóctel era irresistible. “Si no fuera Bob Dylan me gustaría ser Leonard Cohen”, llegó a decir el autor de “Blowin’ in the wind”, abrumado por el magnetismo poético de Cohen. Una lucidez impiadosa se revelaba en las letras del artista canadiense, una insatisfacción que pronto se traduciría en la necesidad de buscar nuevos caminos musicales.
Algunos de estos intentos resultaron fallidos, porque la trayectoria de Cohen fue disruptiva, irregular, atravesada por crisis artísticas y personales. Algunas de estas crisis derivaron en obras maestras. Otras fueron, simplemente, el resultado de decisiones desacertadas. El primer momento difícil de su carrera coincidió con la grabación de Death of a Ladies Man, acaso su peor disco (a despecho de canciones interesantes como “Memories” y “Iodine”) . La asociación artística con Phil Spector no fue fructífera. La famosa “pared de sonido” y la frondosa orquestación del productor de los Beatles exasperaron a Cohen, que se sintió engañado por Spector (quien mezcló el álbum a sus espaldas). Para el siguiente disco, Recent songs (1979), ya había aprendido esa lección: responsable por primera vez de la co-producción, experimentó con la incorporación de instrumentos como el violín y el laúd, pero sometió el criterio orquestal a su concepción intimista de la canción. No eran, de todos modos, buenos tiempos para el folk, en cualquiera de sus vertientes.
Cuando, cinco años después, grabó Various Positions, se encontraba en uno de los peores momentos comerciales de su carrera. Pero, paradójicamente, en medio de una escena dominada por la new wave, Cohen alcanzó la síntesis en su búsqueda lírica: más allá del célebre “Hallelujah” (acaso el más versionado de sus hits, junto a “Suzanne”) todo el disco está atravesado por las preocupaciones espirituales del poeta, que conviven naturalmente con sus pasiones terrenales. La Biblia y el sexo, las miserias mundanas y el deseo de trascendencia brillan aquí sin molestarse. En cualquier caso, Cohen se manifiesta como un cronista del aquí y ahora, pero angustiado por el más allá. Cohen siempre se vio a sí mismo como un periodista sin capacidad para “ficcionalizar” la realidad: “Tengo una imaginación muy pobre y siempre me pensé como una especie de periodista reportando desde el lugar de los hechos lo más detalladamente posible –decía– Creo que el trabajo de todo el mundo es enteramente autobiográfico. Es todo lo que en verdad tenemos –nuestras pequeñas vidas para proveernos de unos pocos momentos materiales anecdóticos de alguna significancia–.”
La era que inauguró en 1988 con I’m your man implicó un relanzamiento de su carrera, pero supuso también una divisoria de aguas entre sus fans. Este cronista considera que es el mejor trabajo de su carrera. Otros fans desmerecen este disco, plagado de sintetizadores y conceptualmente “pop”, frente a la “pureza” folk de sus inicios. Pero ante canciones técnicamente perfectas como “First we take Manhattan”, “I’m your man”, “Everybody knows”, “Take this waltz” y “I can’t forget” (por nombrar solo algunas), los pruritos de paladar negro resultan triviales.
The future (1992) continuó los lineamientos de I’m your man, tal vez con menor inspiración. Pero siguió sumando futuros clásicos: “Closing time”, “The future” y “Waiting for the miracle”, estos dos últimos incluidos en el soundtrack de la película Asesinos por naturaleza. El momento de mayor exposición (alternó una gira americana y europea con la publicación de Stranger Music: Selected Poems and Songs, su primer libro de poemas en varios años) precedió a su reclusión en el monasterio de Mount Baldy, en Los Angeles, para vivir al servicio de un anciano monje japonés (“los monjes son los marines del mundo espiritual”, diría luego).
Su vocación mística sufrió un duro golpe cuando descubrió que, en su ausencia, Kelley Lynch, su manager y amiga, lo había estafado en más de cinco millones de dólares. Cohen debió volver a los estudios de grabación y a las giras. Tenía que cantar para vivir. Pero ya era un hombre que bordeaba los 70 años.
Las canciones de sus últimos trabajos, Ten new songs, Dear Heather, Old ideas, Popular Problems y You want it darker, parecen más destinadas a armonizar que a socavar instituciones y prejuicios, como si en la etapa crepuscular de su carrera hubiese querido cerrar el rompecabezas de su espíritu beatnik. Las melodías lucen despojadas, mínimas, libres de manierismos. Pero cuando suena su voz, cada vez más grave, el espíritu de Cohen se rebela y transmite la imagen que sus fans de tres generaciones solidificaron: un ícono de rebeldía romántica, un mujeriego empedernido, un nihilista irredimible.
Lejos de sus fuegos juveniles, estas canciones se encaminan a un remanso de tristeza confortable, desligada de un mundo hostil que no cambiará. Cohen explicó este sentimiento con su proverbial sabiduría: “Una de las cosas que todos amamos es una canción triste. No sé cuáles son las características, pero todos han experimentado la derrota de sus vidas. Nadie tiene una vida que haya resultado tal como la había pensado. Todos empezamos como los héroes de nuestros propios dramas en el centro del escenario e inevitablemente la vida nos mueve del centro, derrota al héroe, da vuelta la trama y la estrategia, y nos quedamos a los costados, preguntándonos por qué ya no tenemos un papel en la maldita cosa. Todos han experimentado esto, y cuando se nos presenta dulcemente, el sentimiento se mueve de corazón a corazón y nos sentimos menos aislados y nos sentimos parte de la gran cadena humana, algo que está realmente involucrado con el reconocimiento del fracaso”.
Hay que seguir creyendo en Leonard Cohen, porque nos enseña a vivir plenamente, a pesar del fracaso. “Hay una rajadura en todo, y de esa forma entra el sol”, dijo este artista irrepetible, hecho de luces y sombras.
Fuente: pagina12.com.ar