El trabajo en su laberinto

Cuando Jim Yong Kim señaló el pasado 18 de agosto en Buenos Aires que “la inteligencia artificial va a eliminar entre el 50 y el 65% de todos los trabajos existentes en los países en vías de desarrollo, incluyendo la Argentina”, el grupo de emprendedores y funcionarios que lo escuchaba con atención pegó un respingo. No es que fuera la primera vez que escuchaban algo semejante de una autoridad global, pero dicho así, por parte del presidente del Banco Mundial y en el Ministerio de Ciencia y Tecnología, le dio una mayor resonancia.

Si Kim hubiese detenido sus reflexiones en ese punto, hubiera sido catalogado como determinista tecnológico pesimista, una de las grandes etiquetas en las que se divide, para mayor comodidad analítica, el universo de los que piensan sobre el futuro del trabajo. Este grupo contiene grandes nombres, como el de Jeremy Rifkin, autor de El fin del trabajo, obra que marcó a toda una generación de estudiosos del tema.

Pero Kim prefirió matizar esa visión amenazante con toques de esperanza. Habló de una “dinámica vibrante” que generará “nuevos trabajos porque nuestra tarea no es tratar de preservar los empleos antiguos, sino crear nuevos que van a necesitar nuevas capacidades. Entonces, vivimos un período de grandes preocupaciones, pero también de grandes oportunidades.”

En la vereda de enfrente a los pesimistas se encuentran los optimistas, para quienes la tecnología impulsará una destrucción creativa, proceso en el que las innovaciones ayudarán a tirar abajo el viejo mundo mientras impulsan la creación de uno nuevo. El presidente del Banco Mundial no detalló tiempos ni etapas de la creación, al menos no en el nivel de especificidad de lo que sí se va a destruir: hasta el 65% de todos los trabajos existentes, alertó.

Existe un tercer grupo, el de los que relativizan el peso del cambio tecnológico en el trabajo del futuro y le otorga una mayor relevancia a los aspectos “culturales” o locales, propios de cada sociedad. También están los que apuntan que el problema no es la tecnología sino su uso concreto en términos del beneficio que proveen, si está dirigido hacia los sectores concentrados del capital o, por el contrario, hacia una mejora de las condiciones de vida de los trabajadores.

En general, cuando se analiza el futuro del trabajo se lo hace desde una perspectiva instrumental. Se dice que producto de la incorporación masiva de la digitalización, tales empleos desaparecerán y que tales otros emergerán, y a continuación viene una lista más o menos creativa con los requisitos para lograr uno de los nuevos trabajos.

Pero el problema, claramente, es más profundo.

MOTOR DEL CAMBIO

La etiqueta de determinismo tecnológico tiene sentido. Todos los especialistas acuerdan con que la tecnología tiene un rol fundamental en la configuración del trabajo del futuro. En su esencia, el optimismo tecnológico señala que la digitalización logrará mejoras sustanciales de la productividad sólo si se eliminan las regulaciones y normas que podrían limitarla. Estas trabas son, para este sector, las barreras arancelarias, las normas regulatorias de consumo y, fundamental, la legislación laboral.

De ahí que estas posiciones estén siempre vinculadas a la visión ultra empresarial y mercantil de las relaciones sociales, con la vista puesta en que si a las corporaciones les va bien, también le irá bien al conjunto de la sociedad.

Alejandro Melamed, titular de Humanize Consulting y autor del libro El futuro del trabajo y el trabajo del futuro, señala que la digitalización introduciría de manera masiva en el mercado laboral a freelancers o emprendedores que “cobrarán exclusivamente por el valor agregado que produzcan y no por cantidad de horas que ocupen la silla en una empresa”.

Aunque se puede crear valor sentado en una silla, Melamed apunta a que la movilidad y la atemporalidad serían parte del escenario futuro. Así, el ejercicio del empleo podría ser “de 24 horas con intervalos”.

Un escenario así implicaría la ruptura de la regulación en materia laboral. Finalmente, la que rige en la Argentina es, con matices, similar a la que rige en buena parte de América Latina y Europa. Salvo Brasil, claro está, luego de sus drásticos cambios en la materia.

Al respecto, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) ha elaborado algunos pronósticos y organizado debates en torno de los mismos en el marco más amplio de una discusión global sobre el futuro del trabajo, cuyas conclusiones se presentarán en el transcurso de 2018.

Para el organismo internacional, las relaciones laborales tradicionales “se encuentran bajo intensa presión” por el desarrollo tecnológico, que impulsa nuevas relaciones. En ese sentido, las actuales y amenazadas son las que se basan en un contrato por tiempo indeterminado, el derecho a sindicalización y los beneficios sociales.

En su visión, Guy Ryder, secretario general de la OIT, considera “poco realista” considerar que estas relaciones tradicionales de trabajo sobrevivirán y que las que las reemplacen consoliden la estabilidad del mercado de trabajo. Por el contrario, considera que es más realista discutir sobre una equiparación legal entre el empleo tradicional y la tercerización o el empleo flexible y que se establezca una garantía de ingreso, una suerte de ingreso universal para todos los ciudadanos, que podría sumarse al salario o no.

Al lado de esas propuestas, las de Jeremy Rifkin, ex asesor del presidente demócrata Bill Clinton, parecen radicalizadas. Rifkin propuso en El fin del trabajo que se redujera la jornada laboral y se sumara al tercer sector –aquí, en la Argentina, podría incluir un amplio abanico, desde la economía en negro hasta el sector civil, pasando por la llamada “economía popular” y el trabajo de las amas de casa- dentro de la economía mercantil.

Para Rifkin hay que dar un golpe de timón urgente ante la constatación de que la adopción masiva de tecnología provocará un desempleo de masas, problema que no podría ser abordado con las herramientas tradicionales del actual pacto social.

Esta visión tiene críticos a derecha e izquierda. Para la catedrática de la Universidad Complutense de Madrid Obdulia Taboadela Álvarez, ni la reducción horaria ni la inclusión del tercer sector a la economía mercantil “son soluciones” para un problema que no existe. La socióloga asegura que el problema de Rifkin es que adopta un punto de vista que ya ha sido superado por la academia. “La teoría sobre la innovación tecnológica que hoy predomina en la sociología y la economía del trabajo es una visión multicausal y no determinista. Ya sea en la versión pesimista de Rifkin, ya en la versión más optimista (al estilo de la escuela neoschumpeteriana), el determinismo tecnológico ha sido desechado. En las nuevas formulaciones, la tecnología es un elemento más de la estructura socioproductiva; lo social no puede separarse de lo técnico. La introducción de nuevas tecnologías resulta en una serie de opciones estratégicas, condicionadas a su vez por un elenco de factores que varían en los distintos contextos nacionales. Es por ello ciertamente ingenuo atribuir, tal como hace Rifkin, todas las transformaciones estructurales del capitalismo a la tercera revolución tecnológica”, asegura.

Del otro lado, Pablo Heller economista y docente de la Universidad de Buenos Aires, señala en su libro Capitalismo zombi (2016): “Rifkin critica la imagen creada y recreada constantemente de un ‘tecnoparaíso’, pero comparte el mismo punto de vista metodológico que lo conduce a atribuir (…) el desempleo (a) la incorporación de nuevas tecnologías a la actividad económica. Rifkin practica el mismo fetichismo pero lo invierte: en lugar de ser el pasaporte al paraíso, la tecnología nos conduce al infierno”.

Heller considera que “La ilusión de pensadores e ideólogos contemporáneos, de la que Rifkin no está exento, fue superar los límites impuestos a la acumulación del capital por el propio capital. Ampliar la demanda mediante la búsqueda de métodos sustitutivos. De ahí la tentativa de aumentar el gasto público por el gobierno estadounidense a fines de la década de 1990, la emisión de dinero y el endeudamiento del Estado –que en nuestros días está a punto de estallar- procurando estimular artificialmente lo que el mercado (léase los capitalistas), librado a sus propias fuerzas, era incapaz de obtener. La prolongada crisis económica actual es una prueba irrefutable del fracaso y la inviabilidad de esa salida”. Y agrega: “Las reformas redistributivas tropiezan invariablemente con un sistema de producción que tiene al beneficio privado como ley suprema”.

PUNTOS DE PARTIDA

Así como hay un determinismo tecnológico respecto al futuro del trabajo, también hay un determinismo “emparejador”: todos los empleos serán transformados por igual, todos los habitantes del planeta serán influenciados por los cambios de la digitalización.

Pero, si se parte de puntos muy diferentes es difícil que se llegue al mismo destino, mucho menos al mismo tiempo o cercanos. En el mundo hay unas 1800 millones de personas que tienen un empleo precario o en riesgo, según la OIT. Otros 130 millones son desocupados y cerca de 600 millones son subocupados.

Los casi 2000 millones de precarizados son, en su mayoría, trabajadores rurales de vastas regiones de Asia y África, para quienes la relaciones laborales aún se parecen mucho a las que existían antes del surgimiento del capitalismo.

Algo similar pasa en la Argentina, donde según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec), 532 mil trabajadores rurales están fuera de registro. Abundan las pruebas que demuestran que esta situación legal conlleva fuertes penurias para el trabajador, que es sometido hasta a condiciones infrahumanas de vida y al servilismo.

La OIT reconoce que mientras, por un lado, “El empleo en el marco de una relación de trabajo –ya sea típica o en cierta fracción del tiempo completo– sigue siendo un objetivo difícil de lograr en muchos países en desarrollo, donde la mayoría de la fuerza de trabajo se desempeña en la economía informal”, por el otro, “en el mundo siguen aumentando las modalidades de trabajo que se alejan de las relaciones de trabajo típicas, lo que incluye formas atípicas de empleo o empleo independiente (que) muchas veces suponen una mayor inseguridad para el trabajador, la falta de condiciones laborales adecuadas o reguladas, y menos o ninguna prestación de protección social”.

Es decir, favorecidos por el advenimiento de la tecnología, empleadores fomentan el empleo precario y no registrado allí donde ya hay… empleo precario.

En ese escenario, la propuesta del organismo internacional de darle igualdad jurídica a todos los puestos de trabajo, atenta claramente contra los tradicionales (registrados y con cobertura social) ya que habría un deslizamiento de puestos de trabajo hacia los empleos sin cobertura en los cuales revistirían los “agentes externos”.

Paradojalmente, los empleos formales de los países desarrollados corren el mismo riesgo que los empleos informales de los países periféricos. Según el experto Melamed, “las empresas tenderán a achicarse, con lo que generarán valor por agregación y potenciándose con trabajadores que no corresponden a una planta permanente”. Así, “los empleos serán esporádicos”.

EDUCACIÓN

Al cierre de esta edición, 17 escuelas secundarias de la Ciudad de Buenos Aires estaban tomadas por sus alumnos en protesta por el anunciado cambio en los planes de estudio del último año de ese nivel. La propuesta oficial pretende que desde 2018 los estudiantes de quinto año dediquen el 70% de su tiempo escolar a trabajar para empresas y desarrollar proyectos de “emprendedurismo”. En los hechos, elimina la evaluación por asignatura para transformarla en un paquete de créditos por áreas en las que los alumnos deben acumular 210 puntos para aprobar. Las tradicionales 15 asignaturas escolares se licuarían en cuatro áreas: Ciencias Sociales; Ciencias Exactas y Experimentales; Comunicación y Expresión; y Orientaciones.

Esta decisión del gobierno porteño bien podría ser la continuadora de la frase que expresó un año atrás el entoncres ministro de Educación de la Nación, Esteban Bullrich, quien se presentó ante los industriales de la UIA como su “gerente de recursos humanos”.

El sector tecnólogo-optimista suele reclamar modificaciones sustanciales en los planes de estudio de forma tal de adaptarlos a las “necesidades que reclama la digitalización”, según palabras de Melamed.

Se trata de una visión muy común, que ha sido adoptada por la OIT. Se trataría de preparar a las futuras generaciones para lo que van a enfrentar. Al igual que con la precarización laboral, se trataría de costos a pagar a cambio de un estallido de productividad.

Pero, ¿es así? Un reciente artículo de The Economist se tituló: “La tecnología no está trabajando”, asegura y agrega: “La economía digital, lejos de impulsar los salarios en general en respuesta a una mayor productividad, los mantiene chatos para la masa de trabajadores, mientras que recompensa en forma extravagante a los más talentosos”.

Tras señalar que los salarios reales de los trabajadores de EE UU crecieron a un ritmo de apenas un 1% anual entre 1991 y 2012, señala: “Parece difícil de cuadrar esta experiencia infeliz con el extraordinario progreso tecnológico durante ese período, pero lo mismo ha ocurrido antes. La mayoría de los historiadores económicos calculan que hubo muy poca mejora en el nivel de vida en Gran Bretaña en el siglo después de la primera Revolución Industrial. Y a principios del siglo XX, a medida que las invenciones victorianas, como la iluminación eléctrica, entraron en su propio crecimiento, la productividad fue tan lenta como lo ha sido en las últimas décadas”.

Hay varias explicaciones para este fenómeno, conocido como la paradoja de Solow, por Robert, el economista estadounidense. Para algunos, como Robert Gordon, de la Northwestern University, la innovación reciente es “simplemente menos impresionante de lo que parece”, y ciertamente “no lo suficientemente potente como para compensar los efectos del cambio demográfico, la desigualdad y el endeudamiento soberano”.

Otra explicación apunta la mira contra los trabajadores poco calificados y de bajos salarios de las naciones en desarrollo, cuyas condiciones estimularían a las empresas globales a no invertir en tecnología a fin de emplear la mano de obra abundante y barata.

Una tercera versión indica que en rigor, la sobreproducción de bienes y la sobreoferta de servicios y capitales, lleva a desacelerar el ritmo de incorporación de tecnología porque, de otro modo, sobreabundarían todos estos factores. Es decir, la crisis –y el capitalismo está en una profunda crisis desde 2007- le habría puesto un límite al despliegue tecnológico.

En ese marco, la frase de Melamed, “en el trabajo del futuro cambiará hasta la misma concepción de lo que es trabajar”, puede sonar ominosa.

Fuente: tiempoar.com.ar

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