Eran casi las 22 horas. Habían pasado los primeros 45 minutos. Quienes veían el espectáculo desde sus casas, habían tenido tiempo de comer apurados y volver a sentarse frente al televisor. Los que habían ido con la familia a La Boca, se levantaban de sus asientos para alentar a su equipo. Lo que debía haber sido el comienzo del segundo tiempo del partido más importante de la historia de River y Boca de los últimos años nunca ocurrió.
No hay quien lea este artículo y no sepa lo sucedido. Cuando el equipo de River se ubicaba dentro de la manga para salir a competir deportivamente por un puesto en los cuartos de final de la Copa Libertadores contra su histórico rival, un puñado de violentos cortaron el alambrado junto al cual se desplegaba el camino de seguridad y, combinando gas pimienta con el accionar de un ventilador, lograron su criminal objetivo: aturdir a los futbolistas de River y perjudicarlos frente al segundo tiempo.
Muchos catalogaron al hecho de indignante, increíble, nunca visto y hasta de esperable. Cualquier adjetivo fue escuchado un centenar de veces. Los miembros del cuerpo técnico millonario, junto a los jugadores, comenzaron a salir atolondradamente de la manga, desorientados y con manchas naranjas en sus camisetas blancas. Habían sido tratados como criminales, como carteristas o prisioneros rebeldes. Les habían arrojado un producto desarrollado para paralizar individuos ante eventos de emergencia. Y eso ocurrió dentro de un estadio de fútbol de Primera División, casa de uno de los dos equipos más importantes del fútbol argentino, controlado por un operativo de seguridad privada digno del traslado de un asesino serial.
Aún así, los ideólogos del atentado contra los jugadores de River lograron entrar el gas pimienta y hasta herramientas para cortar el alambrado. Corrían las 22 horas, y todo eso había pasado al mismo tiempo.
Pasarían dos horas y veinte minutos antes de que la gente de River (jugadores, cuerpo técnico y colaboradores) pudieran abandonar el campo de juego. En esos casi 150 minutos no ocurrió, virtualmente, nada. Pero, técnicamente, pasó de todo. Idas y vueltas. Hombres de traje sin nombres pero con autoridad como para portar la respuesta a todos los interrogantes. La terna arbitral estacada en el centro del campo de juego esperando recibir órdenes de un ente superior que se comunicaría por celular en algún momento. Mientras tanto, la espera.
En otro frente, la hinchada local -la única que estaba autorizada a presenciar el partido-, permanecía sin entender lo que ocurría, hasta que con el pasar de los minutos, y las horas, la voz corrió entre las plateas y populares hasta que todos estuvieran al tanto. Algunos se fueron, pero otros no. Esos otros, aunque pareciera un relato de ficción, se quedaron esperando a que la gente de River se animara finalmente a ingresar en la maldita manga una vez más para retirarse de la cancha. ¿Para qué? Para volver a agredirlos.
«Sos cagón», coreaba la «hinchada». «River no se va, y River no se va», se contestaban a sí mismos. Mientras tanto, al menos cuatro jugadores de River, Vangioni, Funes Mori, Kranevitter y Ponzio, con quemaduras de primer grado, gargantas cerradas, ojos ciegos y -algunos reportaron- vómitos. Viendo el daño que habían generado, los violentos querían más. En eso, el árbitro encargado de impartir justicia en el evento, Darío Herrera, alejaba a los periodistas y se tapaba la boca para que las cámaras no pudieran registrar lo que conversaba con sus colegas y superiores de la CONMEBOL y la AFA.
Los cronistas, tratando de informar quién tenía la potestad de suspender o no el partido, recolectaban cada retazo de testimonio que podían. El árbitro, la CONMEBOL y el comisario deportivo fueron las tres entidades que se tiraron la responsabilidad por la cabeza.
Después de morbosas imágenes de jugadores tratando de recuperar la vista y el aire, peleas entre dirigentes y directores técnicos, objetos cayendo de las tribunas con objetivo la cabeza de quien sea, un dron en el aire sosteniendo un pedazo de tela con forma de fantasma y con una «B» inscripta en su frente, haciendo burlas del pasado del equipo de Núñez -que tampoco parece haber rendido cuentas en el cacheo previo al partido-, y un técnico de River tratando de mantener la compostura ante un episodio que sacaría de las casillas a muchos hombres, alguien -nunca se supo quién- autorizó lo que cualquier persona con un mínimo de criterio no hubiera hesitado en resolver a penas ocurrido el siniestro: suspender el partido.
Habían pasado 2 horas y veinte minutos desde que alguien había cortado un alambrado, vulnerado la manga de seguridad e infiltrado gas pimienta en la ventilación de los jugadores, afectándolos físicamente, ahogándolos y cegándolos. Ciento cincuenta minutos de fútbol aparentemente politizado. Especulando, si puede ponerse de esta manera, quién tendría la culpa y la carrera de quién se vería comprometida: del árbitro que por primera vez dirigía un partido de Copa Libertadores, de los presidentes de los dos clubes más importantes del país (uno de los cuales enfrenta elecciones este año), de la CONMEBOL (que organiza el certamen) o del operativo de seguridad.
Finalmente, para cerrar la noche con todos los condimentos de la ridiculez, ante la propuesta de la gente de River de que el equipo de Boca acompañara a sus colegas en la salida del estadio, éstos se negaron. Ante ello, las víctimas de todo lo ocurrido en la noche del jueves abandonaron el campo de juego asediados por objetos arrojados desde la tribuna por aquellos que habían esperado tantos minutos para tener la oportunidad de lastimar a los de River.
Nunca, en ningún momento de esas casi dos horas y media, pareció tenerse en cuenta la integridad de los jugadores de fútbol, que fueron a competir deportivamente, con el corazón de sus hinchas en la espalda y habiendo trabajado durante incansables días configurando una estrategia para vencer a su eterno rival futbolístico. Un juego.
Fuente: Infonews