Se cumplió la dinámica que traía cada uno: el puntero impuso su tremendo ritmo ganador sobre un rival que llegaba malherido tras la eliminación en la Libertadores
Hay partidos que se empiezan a ganar antes de jugarlos. De la misma manera que en otros la derrota se incuba antes de poner los pies dentro de la cancha. El superclásico de ayer, Boca lo viene haciendo suyo desde hace varias semanas, con un presente esplendoroso, repleto de confianza, goles, soluciones individuales, automatismos colectivos. Sale a ganar y lo consigue. Y a River , la cara de derrota que no se pudo sacar de encima la trae desde su aciago martes en Lanús, desde donde volvió preguntándose cómo se le pudo escapar la clasificación a la final de la Libertadores. Mientras sigue interrogándose por esa desdicha, Boca pasó por el Monumental y le dejó otro dilema, lo expuso en sus debilidades y dudas. El alivio para el alma que buscaba Gallardo se transfiguró en más sal sobre la herida.
Este Boca imparable no tiene rivales. Ni entre los más débiles, varios de los que enfrentó en las siete fechas precedentes, y tampoco entre los que deberían frenarle un poco el carro, como era el caso de River .
Más allá de las diferentes coyunturas de uno y otro equipo, hay que agradecer que los dos contribuyeron otra vez a armar un partido vibrante, pródigo en emociones, sin renunciamientos. Noventa minutos que estuvieron en la estela de los dos superclásicos anteriores, también disputados con valentía, en consonancia con las propuestas de dos directores técnicos que prefieren ir a buscar, arriesgar, antes que esperar o especular con el error rival.
River hizo el esfuerzo para salir del estado de postración en que lo dejó la semifinal de la copa. Pero se encontró con un Boca más tranquilo y mentalmente despejado, con la autoestima muy alta. Un estado general que le permitió salir adelante hasta en el momento más comprometido. Fueron menos de diez minutos, en los que debió asimilar la incorrecta expulsión de Cardona (su brazo no llega a impactar en el rostro de Enzo Pérez y ni siquiera se adivina intención de agredir) y el empate Ponzio, que convirtió en golazo uno de esos remates que tantas veces se le van desviado.
Promediaba el segundo tiempo, con el 1-1 y diez contra diez, la balanza parecía inclinarse a favor de River. Y hasta hubiese sido lógico que a Boca le entrasen nervios, que se viera en peligro. En el momento crítico, el líder implacable dio el presente, dijo «acá estoy». Armó una jugada por la izquierda y Pablo Pérez tuvo la visión de cruzar una habilitación hacia la zona más permeable de River: las espalda de Casco. Por ahí entró Nández para empalmar de aire un derechazo al que Lux respondió con una endeblez ya vista: en vez de tapar, su reacción es la de alguien que se desarma al intentar cubrir.
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Cuatro minutos después de la igualdad de Ponzio, Boca se volvía a poner al frente en el marcador y retomó el control psicológico, con todo el peso que eso significaba para River.
Gallardo quedó atrapado en la que fue su peor semana en los casi tres años y medio de gestión. En otras ocasiones, tras alguna sonora derrota en un superclásico, a los pocos días su River se levantaba con la obtención de una copa (Recopa Sudamericana o Argentina). Ahora encadenó dos decepciones pesadas, de esas que tiran para abajo.
Las dos derrotas tuvieron algunos intangibles diferenciales. Ayer, en la adversidad, tuvo arrestos de temple y carácter que en Lanús casi ni se le advirtieron. Más allá de la actitud, las caídas expusieron el bajo nivel de varios jugadores. Con ese hándicap es casi imposible plantearse grandes objetivos.
En algunos, la decadencia venía insinuándose, aunque muchas veces quedara camuflada por los resultados. La lentitud de Maidana es pronunciada. Queda más en evidencia desde que no tiene al lado a Martínez Quarta, cuya rapidez cubría varios sectores. No es el caso de Pinola, más decidido para salir con la pelota que para quitar y recuperar. En desventaja y con uno menos, Maidana le dejó su lugar a Auzqui, con lo cual River pasó en el segundo tiempo a una línea de tres (Montiel, Pinola y Casco).
Casco es una invitación a atacarlo, sea por la vía del desborde o buscándole la espalda. De Lux se sigue esperando la atajada que pueda incidir en un partido, como la que hizo Rossi ante una definición cruzada de Scocco.
Nacho Fernández no funcionó de media-punta, tan adelantado. De la impotencia pasó al descontrol, con otra expulsión, ahora con un planchazo en el pecho de Cardona. Lo de ayer fue más grave porque al partido le quedaba mucho por delante. Pity Martínez no apareció cuando más se lo necesitaba. River empujó con el corazón de Ponzio y Enzo Pérez, un titán en el segundo tiempo. Con la vista al frente y también con dos tremendas corridas hacia atrás para frenar contraataques con destino de gol. Desde el banco (De la Cruz, Auzqui, Borré) tampoco surgieron soluciones ni salvadores.
El rendimiento individual de Boca fue más parejo. No tuvo tantos desniveles, si bien Pavón no tomó buenas decisiones y Benedetto le dio descanso al temible goleador que es. El tiro libre que convirtió Cardona fue un homenaje a Riquelme.
El superclásico no tuvo un dueño, se alternaron momentos de dominio. La diferencia pasó por la delgada línea del que pegara en el momento justo, el que tuviera más instinto ganador. Para eso, en este momento no hay nadie como Boca.
Fuente: lanacion.com