La discusión en torno a la “reforma laboral” está entre nosotros. Las intenciones del gobierno nacional y de los empleadores están lejos de conocerse en detalle, pero el “relato” oficial se repite como un mantra y se plasma en frases como estas: “Es necesario reducir los costos laborales para atraer inversiones”, “debemos imitar a Brasil, ya que de lo contrario perderemos competitividad contra ellos”, o bien “hay que eliminar las rigideces del mercado de trabajo”.
Bajo este discurso se esconden iniciativas de muy diverso alcance que es necesario identificar. Por un lado, reclamos patronales que buscan reducir el costo directo de la fuerza de trabajo, ya sea a través de una disminución salarial o de la baja de los aportes que efectúan con destino al sistema de seguridad social. Por el otro, diversas reformas que no apuntan directamente a disminuir los costos laborales, sino más bien a modificar las relaciones de fuerza entre trabajadores y empleadores, tanto en las negociaciones entre sindicatos y empresas como en la cotidianeidad de los lugares de trabajo.
De esta manera, dentro del gran paraguas denominado “reforma laboral” podemos encontrar medidas que redistribuyen recursos económicos entre los distintos grupos (o clases) sociales (por ejemplo, la reducción de los aportes patronales y el aumento de la edad jubilatoria); medidas que redistribuyen poder en la relación individual entre un trabajador y su empleador (el aumento del período de prueba, el establecimiento de contratos que no garantizan ni tiempos de trabajo ni montos salariales, la flexibilización de la jornada y la eliminación de las horas extras, la disminución o eliminación de la indemnización por despido, el debilitamiento de la justicia laboral, etcétera); y medidas que redistribuyen poder en la relación entre los trabajadores organizados sindicalmente y los empleadores (la promoción de la negociación a nivel de empresa, la habilitación para que los empleadores negocien con grupos de trabajadores por fuera del sindicato, el desfinanciamiento de las organizaciones sindicales, la limitación del derecho de huelga).
Esta nueva ola de reformas en perjuicio de los trabajadores forma parte de una ofensiva general del capital a nivel global. Sin ir más lejos, iniciativas similares se han aprobado o están en discusión en países como España, Francia y Gran Bretaña. A través de estas medidas, los empleadores exigen de parte de los estados condiciones crecientemente más favorables como requisito previo para realizar inversiones, incluyendo dentro de sus reclamos la reducción de los costos laborales y la flexibilización de la fuerza de trabajo.
Las sucesivas “reformas laborales”, que van generando una carrera a la baja en pos de seducir a los inversores, no tienen nada bueno para ofrecer a los trabajadores. En efecto, no existe límite en cuanto a los derechos que pueden ofrendarse a los dueños de los medios de producción. En nuestro caso, por ejemplo, la Argentina podría impulsar una “reforma laboral” que fuese más allá de los cambios aprobados recientemente en Brasil, quedando supuestamente en mejor posición para atraer inversiones. Sin embargo, nada obstaculizaría a que Brasil aprobase una nueva reforma aún peor que la actual, que posteriormente podría ser superada por una nueva reforma en nuestro país, en un loop descendente sin límite alguno.
Podríamos preguntarnos si la intención de los empleadores es volver a jornadas de 16 horas diarias o eliminar los límites al trabajo de niños, niñas y adolescentes o de mujeres embarazadas. Si bien la reforma brasilera ha flexibilizado alguna de estas cuestiones, permitiendo una extensión muy importante de la jornada y la autorización para que todos los trabajadores puedan realizar tareas insalubres, el eje central de las reformas, tanto en Brasil como en nuestro país (al menos en lo que a las declaraciones públicas se refiere), se ha puesto en el debilitamiento del poder colectivo de los trabajadores, ya sea en los lugares de trabajo o mediante la negociación colectiva.
En otras palabras, el principal objetivo de los empleadores consiste en socavar las bases de las organizaciones colectivas que los trabajadores hemos construido para conquistar y para defender derechos. Este objetivo en nada se relaciona con la competitividad o no de la economía. En efecto, muchas de las economías más competitivas del planeta corresponden a países que cuentan con altos niveles de sindicalización (por ejemplo, los países del norte de Europa), mientras que en nuestra región muchos países cuentan con niveles muy bajos de presencia sindical y no por ello han mejorado su competitividad económica. Lo mismo puede decirse de la flexibilización de los derechos individuales, cuyo alcance está lejos de ser uno de los principales factores que hacen a la competitividad de la economía. En todo caso, si se desea plantear un debate serio sobre este tema resulta imprescindible poner sobre la mesa cuestiones tales como la acumulación de capital derivada de inversiones realizadas con anterioridad, la dotación de recursos naturales y la apropiación y reinversión de los excedentes que ellos puedan generar, el desarrollo de innovaciones científicas y tecnológicas, o el nivel de la infraestructura existente a nivel local. No es muy difícil entender que estos factores son mucho más importantes para la competitividad de una economía que la extensión de tres a seis meses del período de prueba o la disminución a la mitad del monto de las indemnizaciones por despido.
En nuestro país, este proceso se encuentra en pleno desarrollo. Las intenciones del gobierno nacional y de los empleadores parecen ser bastante claras en cuanto a la búsqueda de modificar la legislación laboral y los convenios colectivos en perjuicio de los trabajadores luego de las elecciones de octubre. Para ello, ya han comenzado a construir una legitimación discursiva que les permita, en su momento, tener un terreno fértil para sus iniciativas. La demonización pública de los dirigentes sindicales es un componente central de esta estrategia, que intenta así desacreditar no sólo a los sindicatos como herramienta, sino también a las decenas de miles de trabajadores que actualmente ocupan algún cargo de representación sindical, cuyas caras son mucho más conocidas para sus compañeros de trabajo que para los medios masivos de comunicación.
Por otra parte, es necesario señalar que a lo largo de las últimas décadas hemos asistido a un proceso de creciente fragmentación y heterogeneización de las formas de inserción en el mercado de trabajo, que ha dificultado crecientemente la acción de las organizaciones sindicales. De esta manera, hoy no sólo podemos distinguir entre trabajadores asalariados registrados y no registrados en el sistema de seguridad social; existe también una multiplicidad de modalidades que incluyen a trabajadores asalariados en el sector público con condiciones laborales mucho más desfavorables; cuentapropistas de altos, medios y bajos ingresos; integrantes de cooperativas de trabajo; trabajadores que presentan altos niveles de rotación en sus puestos de trabajo, etcétera.
En otras palabras, uno de los desafíos a futuro para el conjunto de los trabajadores pasa por superar las estrategias meramente defensivas, y reconstruir herramientas que permitan integrar el conjunto de las demandas laborales, por heterogéneas que sean, y a partir de allí desarrollar programas e iniciativas que vayan más allá de los límites corporativos de los trabajadores asalariados de la economía formal. Por cierto, las “reformas laborales” que hoy se debaten están lejos de ir en ese sentido. Frente a ellas no parece haber otra opción que preparar los caminos de la resistencia.
Fuente: tiempoar.com.ar