Hace poco más de treinta años, Alejandro Dolina y Adolfo Castelo se lanzaban a hacer sus primeros programas en Radio El Mundo: se trata de la genealogía de lo que terminó siendo La venganza será terrible, de sus precursores, no menos míticos, como Demasiado tarde para lágrimas y El ombligo del mundo. Pero el universo fantástico y onírico de las madrugadas porteñas de Dolina y sus secuaces había empezado unos años atrás, hacia 1974, cuando comenzó parodiando con total seriedad a un movilero llamado Gómez en el programa Plin caja de Radio Argentina. Resultado de conmemorar y reconstruir todo este recorrido es el volumen La venganza será terrible: 30 años. Aquí, Radar reproduce el primer capítulo del libro, “La prehistoria”, donde mediante testimonios del propio Dolina, Carlos Ulanovsky, Eduardo Grossman y Guillermo Stronati, entre otros, se cuentan los primeros pasos, tropiezos y saltos al vacío de esta historia, cuando Alejandro Dolina todavía no era del todo Dolina.
Todo había empezado mucho antes. En 1974. Radio Argentina transmitía Plin caja, un programa de actualidad que, como tantos otros, ocupaba la primera mañana de la programación para extenderse hasta el mediodía. Plin caja seguía el patrón clásico del formato de la radio madrugadora, salvo por un detalle: a las 7:45 el contenido habitual del ciclo era interrumpido por un segmento de cuarenta y cinco minutos denominado Mañanitas nocturnas. El propósito de Mañanitas nocturnas era ofrecer una variante humorística del relato periodístico tradicional, obedeciendo reglas propias. Aquel espacio, que funcionaba como un programa dentro de otro, estaba conducido por Mario Mactas y Carlos Ulanovsky, y contaba con la participación de Alejandro Dolina.
Ese momento de humor estaba interpretado principalmente por Dolina, que cada día encarnaba el personaje de Gómez, un periodista de exteriores cuyas apariciones eran impredecibles y poco confiables. Bautizada como El equipo inmóvil, la sección comenzaba cuando Mactas y Ulanovsky conectaban a Gómez,que supuestamente estaba en algún lugar extraño donde sucedía algo importante. El destino de Gómez podía ser Rusia, la China, el Tigre o la casa de Guillermo Vilas. Podía aparecer como enviado para cubrir el concurso Señorita Dactilógrafa de América, y luego atreverse a explicar, sin fundamento científico alguno, las ventajas de ciertos procedimientos terapéuticos asociados al tema del día. Alguna vez se convirtió en pasajero del avión que hacía la travesía Nueva York-Londres en menos de dos horas. También se introdujo en el submarino argentino Salta para revelar detalles de la vida cotidiana de sus tripulantes. La verdad es que Gómez no iba nunca a ninguna parte y falsificaba los informes desde su propia casa o desde la esquina. Esta falsificación era evidente para todos aunque no siempre para Mactas y Ulanovsky, que no tenían más remedio que seguirle el tren a su pretendido corresponsal para cumplir con los protocolos del diálogo radial que nunca pone en evidencia engaños propios ni ajenos. “Era un reportero chanta que nos engañaba a nosotros y a la audiencia”, sigue Ulanovsky. “Casi nunca iba más allá del teléfono público del bar de la esquina. Pero lo hacía con un talento superlativo porque inventaba absolutamente todo, y lograba el cuasi milagro de que la triquiñuela sonara mucho mejor que la realidad”. El coordinador general de Plin Caja era Aldo Fabré y en la producción colaboraban Adolfo Castelo y Fernando Salas. La preparación de Mañanitas nocturnas se hacía sobre la marcha y el único que traía material prolijamente preparado era Carlos Ulanovsky. El siguiente testimonio es el de Mario Mactas. “Con una inteligencia poco común y un lenguaje muy rico, argentino y universal, refinado y porteño, tengo para mí que Gómez era Dolina y Dolina era Gómez. Un pícaro al que desde el estudio le preguntábamos: ‘¿Qué me dice, Gómez?’ y él respondía: ‘¿Qué me dice ud?’. Tardamos un tiempo en descubrir que ese ud era la abreviatura de ‘usted’. Cuando, parodiando al supertanque de Fontana, le preguntábamos qué hora era allí, en su supuesto destino, Gómez eludía la respuesta y alegaba: ‘Me toma por sorpresa’. Siempre se despedía diciendo ‘Cambio y fuera’. Engolado, como tantos cronistas callejeros, Gómez no se callaba nunca, pero cada tanto confesaba: ‘Estoy en la puerta de la emisora. Como siempre’. Alejandro era el movilero que decía: ‘Aquí estoy en la casa de Guillermo Vilas…’, que había ganado algún torneo importante. La mentira era tan manifiesta que al rato estaba buscando pretextos y excusas, porque fracasaba siempre. Porque Guillermo Vilas no aparecía.
–¿Pero está en la casa usted verdaderamente ya? ¿Qué le dijo Guillermo? ¿En cuánto tiempo vamos a poder escucharlo?
–Bueno, en la casa exactamente no. No fui porque no me pareció correcto. Estoy a unas cuadras.
Era graciosísimo por la espontaneidad del caso y la voz solemne de Dolina, que se tomaba su trabajo de una manera muy seria y estaba seguro de estar haciendo algo trascendente. Era irresistiblemente cómico”.
Dice Ulanovsky: “Buscábamos reivindicar ese lugar que en otras épocas de la radio ocuparon, con tanta luminosidad, Juan Carlos Thorry con Niní Marshall, Julio César Barton con Luis Sandrini o Jaime Font Saravia con Elena Lucena. Los que nos escuchaban nos preguntaban si tardábamos mucho en elaborar los guiones y se asombraban cuando les respondíamos que todo era absolutamente improvisado”. El Sordo Gancé nació en aquel estudio de Radio Argentina. Todos los lunes y jueves, salía al aire una especie de microprograma musical con un pianista incompetente, que siempre tocaba la misma canción: “Milonga sentimental”. El pianista se equivocaba todo el tiempo mientras Mactas y Ulanovsky lo alentaban con frases tales como “no importa, maestro, siga adelante, nadie se va a dar cuenta”. Al momento de su presentación, el Maestro hacía una especie de introducción con la música de “Cada vez que me recuerdes”, sobre la cual Ulanovsky recitaba una glosa: “Surcos de patria y estelas de emoción nos trae, desde el claroscuro nacarado de su piano –mejor dicho nuestro piano– el maestro Arnaldo Gancé, el Sordo Gancé. Pero basta ya de palabras. Internémonos de una vez en el arcano misterioso de su música, que ya no llega rica e inmensurable reflejando la pureza agreste del manantial vernáculo”. Las equivocaciones arreciaban conforme avanzaba la ejecución. Se escuchaban de fondo quejas, maldiciones y golpes. Finalmente se le caía la tapa del piano sobre las manos, se oía un alarido de dolor y terminaba el número. Recuerda Dolina: “En la casa de mi infancia, que era una casa de radio, escuchábamos el programa de Carlos Ginés. Se llamaba Levántese contento. Era un show humorístico y periodístico destinado a las personas que acababan de salir de la cama. Duraba una hora y al final Ginés tocaba un tanguito, porque era un buen pianista. De ahí proviene la idea del Sordo Gancé”. Plin caja y Mañanitas nocturnas terminaron ese mismo año porque la empresa de alimentos Sasetru, que era el auspiciante que sostenía comercialmente al programa, no renovó el contrato.
Según dicen algunos, buena parte del repertorio humorístico de Dolina ya había sido ensayado mucho antes, en algunas de las reuniones que se hacían en la casa de Eduardo Grossman. Acompañado casi siempre por otro amigo, Carlos Chaneton, solían improvisar, con un reducido grupo de gente cercana como único público, unas representaciones sin guión que se convertían en la atracción de la noche. Cuando sus padres no estaban, Grossman organizaba estas reuniones en su casa de Junín y Charcas, donde tenía un grabador Sony que podía usarse como amplificador. El anfitrión era fanático del Modern Jazz Quartet, y obligaba a sus amigos a escuchar los discos que conseguía vaya a saber dónde. Sin embargo, Grossman también era aficionado al tango y en una ocasión armó con aquel grabador un estudio de grabación casero y Dolina registró cinco o seis tangos. Citaremos tres: “Yuyo verde”, “El que atrasó el reloj” y “El último organito”.
Al Negro le gustaba cantar”, recuerda Grossman. “Incluso tuvo un grupo vocal, como tienen hoy sus hijos. Cuando nos conocimos, él había entrado en la facultad de derecho. Viajaba en su Fiat 600 desde Mar del Plata a Miramar, donde estaba yo, con su guitarra. Cantaba tangos y también canciones graciosas, como el Himno a Sarmiento con la letra cambiada. Ya desde esa época tenía un gran magnetismo, era muy ocurrente, y se convertía automáticamente en el centro de atención. Siempre esperábamos la llegada del Negro para que pasara algo interesante”. En las reuniones en la casa de los Grossman, Dolina y Chaneton se ponían a improvisar un supuesto programa radial.
“Contaban la historia del rock o representaban La última cena en lenguaje gauchesco. Otra cosa muy graciosa que hacían –continúa Grossman– era la transmisión de una carrera de autos desde un avión, parodiando las coberturas radiales del Turismo de Carretera de la época. Los tipos te relataban la competencia, pero nunca se entendía nada. Dolina imitaba esa jerga indescifrable. Era muy, pero muy cómico. Esas cosas que hacían con Chaneton en la casa de mis viejos fueron, en realidad, los primeros programas que hizo Dolina”.
Según Dolina, sus hábitos de radioescucha comenzaron tempranamente.”Cuando era chico escuchaba radio con un apetito voraz Cuando mis programas favoritos –por ejemplo Los grandes del buen humor– terminaban yo me ponía mal porque quería que siguieran. Me producían mucha felicidad intelectual, si es que un chico de cinco años puede ser capaz de sentir eso. Supongo que me darían risa los sonidos de las voces y luego, más adelante, las complejidades de aquel humor. Hacían números musicales muy graciosos, como las parodias de otros programas o de películas, con recursos humorísticos muy nobles. También me gustaba, pero quizás porque el personaje era un niño, Tatín. Lo hacía un humorista chileno que se llamaba Tato Cifuentes, que dialogaba con el animador, que era, otra vez lo nombro, Carlos Ginés, que representaba el papel de Carrizo con El Contra, o sea, el rol del partenaire. Esos eran los programas que escuchábamos en casa y que me gustaban a mí. También estaban los otros, los que me interesaban menos, y los radioteatros y programas que aún subsisten como Las dos carátulas, que eran obras de teatro que se hacían completas los domingos a la noche en Radio Nacional”.
Cuando llegó el golpe de Estado en marzo de 1976, Mario Mactas y Carlos Ulanovsky se exiliaron. Dolina se quedó en el país, y trabajó principalmente como creativo publicitario. También, a partir de 1978, empezó a colaborar en la revista Humor y es allí donde nacieron sus principales personajes literarios: Manuel Mandeb, Jorge Allen, el ruso Salzman y los hombres sensibles de Flores. Tuvo también una intermitente actividad como músico. Hacía jingles como el del Banco Popular Argentino o el todavía vigente de El Gráfico. También fue autor, un poco más adelante, de la mayoría de las melodías de la tira Clemente –creación de su amigo Caloi– y tocó el acordeón o fue cantante en algunas películas argentinas, como El rigor del destino. Aquella época no fue sencilla para trabajar en los medios de comunicación. Pero Dolina, a pesar de todo, nunca dejó de tener en mente el viejo anhelo de recuperar un espacio radial. Durante aquellos tiempos, Adolfo Castelo, el productor que había conocido en Plin caja, se acercó a él para pensar en nuevas propuestas e incluso presentarlas en distintas emisoras. Luego se incorporaron al grupo Fernando Salas y Federico Bedrune. Castelo y Salas, que ya habían trabajado con Dolina en Mañanitas nocturnas, compartían con él cierta visión de las formas humorísticas de la radio. En cambio Bedrune, a quien Dolina conoció por esos años, era un periodista serio que trabajaba cubriendo el día a día de Casa de Gobierno. Aquel intercambio de ideas se materializó en un breve programa que se llamó Claves para bajar de la cama. Se emitía únicamente los sábados a la mañana, en Radio Belgrano. Llegaron a salir al aire apenas cuatro o cinco veces. Las autoridades de la emisora levantaron el programa. En 1980, Dolina empezó a trabajar en Radio Rivadavia. Su labor no se relacionaba con los asuntos artísticos ni con la salida al aire. Dolina era una especie de director creativo que organizaba la publicidad que la emisora hacía de sí misma. Sin embargo, en esa época, su amistad con Antonio Carrizo le permitió colaborar con algunas travesuras radiales bastante interesantes. La primera fue un supuesto concurso de cantores, que se realizaba en un club de barrio, cuyos participantes eran los mejores cantantes de la historia del tango. Se emitía durante unos quince minutos todos los días e incluía toda una parte ficcional con personajes, peleas, conflictos del club, corrupción de los jurados, etcétera. Los oyentes participaban y votaban. Desde el principio, el más votado resultó Gardel, pero Carrizo resolvió manipular las cifras y hacer aparecer primero a Goyeneche. Los oyentes gardelianos se indignaban y mostraban una gran incredulidad. Recién al final del concurso, Carrizo difundió las cifras verdaderas. El segundo proyecto que vale la pena citar es un reportaje a Gardel de más de una hora de duración, con libreto de Dolina. Carrizo formulaba las preguntas y Gardel contestaba a través de los tangos.
Con el final de la dictadura, Mactas y Ulanovsky regresaron al país. Al igual que tantos otros hombres de medios que volvían a la Argentina, comenzaron inmediatamente a trabajar en radio. Parecía que el mundo radial vivía una nueva eclosión, propia de la apertura democrática y la efervescencia del momento, en el que había lugar para todos. Para todos menos para Dolina, y no porque él no quisiera. Durante varios años presentó, en varias emisoras, distintos programas piloto con ideas parecidas a las que había puesto en práctica en Mañanitas nocturnas. El programa que presentaba Dolina se llamaba Demasiado tarde para lágrimas. El nombre provenía de una película de Hollywood basada en un libro de la colección Rastros cuyo nombre Dolina se negó a revelar por si, como ya ha sucedido, alguien pretendiera atribuirse el dudoso mérito de haber inventado el título. El título lo inventaron en Hollywood. En aquellos pilotos participaban –además de Dolina– Adolfo Castelo, Federico Bedrune y Fernando Salas. Es decir, el mismo equipo de Claves para bajar de la cama.
Hay que decir que Radio Rivadavia, la radio donde Dolina trabajaba, también rechazó aquel proyecto, casi sin considerarlo. Pero las cosas comenzaron a cambiar. A principios de 1985, Castelo llamó a Dolina para ofrecerle, de manera formal, hacer un programa en Radio El Mundo. En ese momento, la emisora estaba dirigida por Fernando Marín y tenía sus estudios en el séptimo piso del edificio de Gath & Chaves, en la calle Cangallo al 600. Dolina aceptó el ofrecimiento. Los asuntos contractuales los llevaron adelante Castelo y Salas, quien trabajaba en la radio cumpliendo otras labores. Más de una década después de Mañanitas nocturnas, Dolina volvía a trabajar en un programa de radio. Aquel ciclo se llamó Qué extraño es todo esto y se emitió de lunes a viernes, de 13 a 14. Con Dolina, además de Castelo, Salas y Bedrune, también estaba el licenciado Las Heras, que era un especialista en temas esotéricos. A último momento, Bedrune y Salas informaron que no participarían del programa. Qué extraño es todo esto se mantuvo en la programación apenas un mes. Tanto los conductores como los directivos de la radio coincidieron en que el asunto no estaba funcionando. Inmediatamente después de sacarlo del aire, Radio El Mundo le ofreció al equipo hacer un programa en el horario de 1 a 3 de la mañana. Dolina recibió la propuesta casi como una ofensa. Le parecía una especie de despido encubierto, un castigo de parte de la emisora. Al enterarse del cambio de horario, Dolina le dijo a Castelo: “Nos ponen a la noche para no despedirnos. Seguramente después de un mes nos echarán definitivamente. No va a resultar, ¿quién va a escucharnos a esa hora?”. Castelo, en cambio, insistió en probar durante unas semanas. “Yo estaba desolado”, recuerda Dolina. “Qué extraño es todo esto había salido muy mal. No tenía ninguna esperanza de revertir la situación haciendo el programa a la noche. Tampoco quería hacerlo sin Salas y Bedrune. Y el licenciado Las Heras no estaba en los planes de la radio. Me parecía que, siendo solamente dos, no alcanzaba para hacer algo interesante”. Mientras tomaba una decisión, a Dolina le pareció que Demasiado tarde para lágrimas, aquel título que usaba en Radio Rivadavia para presentar los proyectos de programa, quizás pudiera cobrar otra dimensión, en sintonía con la madrugada, en el nuevo horario de trasnoche. Radio El Mundo acababa de instalarse en la calle Cangallo luego de abandonar el edificio de Maipú 555, donde después funcionó Radio Nacional.
La mudanza había sido catastrófica: entre descuidos y acciones deliberadas, desapareció buena parte de los archivos históricos de la vieja emisora. En el nuevo edificio había mucho menos espacio. Además del estudio en sí mismo y del control, había poco más que un octógono que funcionaba como mesa de producción.
Después de aceptar sin demasiado convencimiento la propuesta de hacer el programa a esa hora, allí comenzaron a presentarse Dolina y Castelo cada noche, de martes a sábado, para hacer los primeros programas de Demasiado tarde para lágrimas. El equipo se completaba con la locutora Liliana Miculán, quien abandonó el programa rápidamente. Aquella versión inicial de Demasiado tarde para lágrimas era sencilla. Dolina y Castelo jugaban a los dados y ya existía el mecanismo de abrir una revista o un libro para formular, a partir de su lectura, una serie de preguntas que inmediatamente recibían respuestas absurdas. También estaba el Sordo Gancé, cuya participación sufrió un cambio. A diferencia de lo que sucedía en Mañanitas nocturnas, el Maestro ya no tocaba únicamente “Milonga sentimental”. Ahora era el público el que podía llamar y hacerle pedidos. Al principio, algunos de estos llamados le exigían canciones muy complicadas, más que nada tangos, tan solo para ver si el Maestro las sabía. Al tiempo, el público empezó a pedir un repertorio de música pop, que Dolina no conocía pero tocaba igual. El Sordo hacía sus apariciones con un piano elemental que le había prestado la casa de instrumentos Los Ángeles Música, el primer sponsor formal de Demasiado tarde para lágrimas. Era un canje clásico: Dolina mencionaba el nombre del negocio al aire y el dueño le prestaba el instrumento, un piano eléctrico Casio marrón que tenía quemaduras de cigarrillos en varias teclas. Lo que sí quedó del primer Sordo Gancé fue la glosa tanguera que, a modo de introducción, decía Ulanovsky en Radio Argentina. El primer público de Demasiado tarde para lágrimas fue la gente que a esa hora trabajaba en la radio. Impulsados quizás por la camaradería que despierta la noche, Dolina y Castelo fueron muy bien recibidos, especialmente el locutor de turno de la AM, Guillermo Stronati. En la franja que ocupaban Dolina y Castelo, la función de Stronati era simplemente presentar el noticiero y un radio–servicio que la radio ofrecía cada media hora. “Esas interrupciones –recuerda Stronati– fastidiaban bastante a Dolina y a Castelo”. Una de esas noches, Stronati comenzó a participar del programa cuando a los conductores se les ocurrió ponerse a jugar al fútbol ahí mismo en el estudio.
Stronati: “Yo pateaba un poco más que Castelo y me ponía a jugar con el Negro. Un día imité alguna transmisión de fútbol, porque en mis inicios, en mi pueblo, había empezado como relator. Eso fue quedando y en un momento jugábamos con los oyentes, mientras yo relataba y jugaba al mismo tiempo”.
tronati también empezó a participar junto al Sordo Gancé, cantando algunas cumbias o imitando a Leonardo Favio y Palito Ortega.
“Como Castelo no cantaba, yo me sumaba a ese sketch”, continúa Stronati. “En el resto del desarrollo humorístico, yo fui como un agregado que surgió en el momento, porque, de hecho, nunca habían pensado en mí para estar al aire. Fue dándose de a poco”.
Una sección habitual consistía en jugar a los dados al aire, algo que Dolina considera una de las cosas “más zonzas que se puedan concebir”. Lo cierto es que los oyentes llamaban, se anotaban y, representados por Castelo, desafiaban a Dolina a la generala. También participaban en las transmisiones que hacían de carreras de autos, reviviendo de aquel modo las improvisaciones que hacía Dolina en la casa de los padres de Grossman. Se anotaban antes del programa y luego se los nombraba con su correspondiente número. Cuando empezaba la carrera, las voces distorsionadas de Castelo y Dolina relataban las circunstancias de la competencia hablando rápido, pisándose entre ellos, con una manifiesta premura y ansiedad. Desde un helicóptero, un supuesto periodista brindaba la vista aérea de la carrera, pero no se entendía nada de lo que decía. Los ruidos de los autos estaban hechos por los integrantes del programa o se resolvían con el órgano, y cada noche ganaba un oyente distinto. Dolina, que cada vez parecía más y más dispuesto a discutir, mediante secciones extravagantes, los límites del lenguaje radial, seguía sin saber cómo se percibía el programa desde el otro lado.
Las atracciones de Demasiado tarde para lágrimas invadían los territorios del absurdo. Así nació Tamara, la reina del striptease, que consistía en un relato incompleto del arte de desnudarse en público. Se oía una música sugerente. Los conductores daban tenues indicios de lo que estaban viendo: qué impresionante, y yo que creía haberlo visto todo.
Poco a poco los comentarios subían de tono, se oían gritos, había rumores de tumulto. Todo hacía suponer que el público se descontrolaba. De pronto alguien invadía el escenario. Intervenían los patovica y el espectáculo se daba por terminado.
Otro de los personajes era el mago oriental Washington Tacuarembó, el rey de las sombras chinescas. Se suponía que hacía imágenes con las manos y que esas escenas eran proyectadas sobre la pared. Dolina y Castelo las relataban al aire.
“En este momento, el Maestro está haciendo las sombras de la batalla de Lepanto. Ahí viene la flota sarracena… observen las velas, las naves enormes. Con el dedo chico hace a Cervantes. En la costa se ven unos jinetes. Con la tierra de debajo de las uñas hace la polvareda que se levanta”. También estaban Morete y Gargiulo, payadores instrumentales. Con dos registros distintos de su teclado, Dolina producía la ilusión de dos personas que se contestaban entre sí, al estilo de la payada, pero únicamente con la música.
“Eran tipos que no tenían letra, pero nosotros imaginábamos retruques y contestaciones”, sigue Dolina. “No decían nada, pero se escuchaba a los supuestos espectadores de la batalla comentando unos insultos que también eran supuestos. Se iba generando una sensación de ofensas de tono creciente, hasta que al final estallaba la violencia. El número terminaba con una riña general”. En realidad la payada terminaba con una muestra de cobardía de los relatores. Refiriéndose a uno de los revoltosos que huía por la tribuna, Castelo y Dolina lo insultaban del modo más impiadoso.
“Ahí va ese inadaptado, huyendo por la tribuna como un cobarde después de haber protagonizado escenas vergonzosas.¡Se trata de un verdadero delincuente! ¡Un vándalo! ¡Un psicópata! En este momento se detiene y ahora viene hacia nosotros este señor. Acérquese, caballero. Discutamos estos asuntos con calma”. Lo insultaban cuando se iba y lo adulaban cuando volvía.
En menos tiempo del esperado, empezó a aumentar el número de oyentes. Antes del comienzo del programa ya arreciaban los llamados. La radio había mejorado muchísimo en lo técnico y la potencia de la transmisión era muy alta. Después de aquel mes de prueba en un horario marginal, Demasiado tarde para lágrimas tenía todo para convertirse en un éxito. El entusiasmo de Dolina, que había comenzado el ciclo literalmente desolado, crecía con cada programa. Apenas un mes después de su estreno al aire, la participación de la gente le había devuelto a su creador las ganas de hacerlo. Después de todo, ¿qué otra cosa necesita un artista que no sea la correspondencia con su público? Dolina, que no se había preparado para hacer radio– al menos no a través de estudios formales–, imponía sus reglas con su idea del humor, que venía perfeccionando desde su juventud. Además no dejaba de abordar los asuntos que lo obsesionaban: la literatura, la música, el fútbol. “En aquel momento yo no sabía, como tampoco lo sé ahora, si lo que hacía era radio”, concluye Dolina. “Probablemente no lo fuera. Yo me había preparado para ser un narrador, para ser un músico, y eso es algo que estuvo presente desde los comienzos del programa. De un modo distinto al que puede escucharse ahora, pero estaba. Lo mismo sucedía con la actuación, para la que tampoco me había preparado. Apenas me asistía el bagaje de una propensión natural al histrionismo”.
Casi sin proponérselo, inspirado por los descubrimientos que hacía y la devolución de los oyentes, comenzaba a configurar el programa de autor que con los años, desafiando sus propios pronósticos, se convertiría en un clásico. A medida que los llamados crecían, su autor parecía encontrarle a Demasiado tarde para lágrimas un ritmo que le era propio y que, además, funcionaba muy bien. El programa se había convertido en un pequeño suceso, y generó además un hecho inesperado: los oyentes no se conformaron con escuchar la radio y tuvieron la ocurrencia de presentarse en los estudios. Nadie los invitó. Fueron solos.
Fuente: pagina12.com.ar